Leprosos con pensión

El Papamóvil está menos cerca del caballo rampante de Ferrari que del arre, burro, arre con el que Jesús entró en Jerusalén para pasar el expeditivo trámite que le llevaría a la Resurrección. En el auto de la fe llevan a Benedicto XVI en segunda, que es una marcha variante a la fúnebre por aquello de que está a dos pasos del punto muerto. La prudente táctica vaticana de conducción revela la inoportunidad de correr más de la cuenta para llegar antes a Dios. Las prisas son contraproducentes en el trayecto de salvación. En la autopista hacia el cielo, donde hay un control estricto del límite de velocidad, los últimos serán los primeros.
Entre ellos, entre los últimos, se encuentran los ancianos, a los que la sociedad occidental otorga rango de leprosos con pensión. Como el Papa es también abuelo ha tenido a bien visitar a su coetáneos en un asilo romano para compartir té y simpatía, que es la mejor de las pastas. Sentado junto a ellos, con su carga de décadas, un siglo entre otros siglos, les ha dicho que les comprende y que les quiere. No les habló de la próstata, sino del amor.
La vejez, dada su proximidad con la vida eterna, está llena de futuro. El Papa, octogenario, lo sabe bien. Benedicto XVI lleva en sus ojos una mirada de azotea, de esas que llenan la pupila de horizonte. Vislumbra el paraíso y quiere mostrárselo a quienes, a fuerza de años, llevan adheridas unas cuantas guerras en el ceño. Con su actitud les viene a decir que no hay diez de últimas para quien cree en el poder de las novenas.