martes, 9 de octubre de 2012

Misa en el subsuelo



Hay dos pares de cosas que un hombre sensato no debe hacer nunca: alistarse en la legión vestido de tuno (“mi coronel, quisiera cantarle clavelitos”), pedirle al estrangulador de Boston que le elija la corbata (“la verde te sienta de muerte”), jugar al billar con la protagonista de Carrie (“por lo menos, utiliza el taco”) y, si es católico, mirar para otra parte cuando quieren sacarle los ojos. 
Cada vez que en mi presencia alguien hace a viva voz sus necesidades en mis creencias, suelto el vientre retórico en las inmediaciones del ateismo agresivo. Sé que convertir la boca en intestino grueso es jugar sucio, pero qué le vamos a hacer, me he criado en la calle, donde las navajas tienen más futuro que los floretes. Tengo claro que decirle educadamente al blasfemo de guardia que hiere mi sensibilidad es invitarle a que encadene contra el cielo adjetivos de dos rombos en horario infantil. Así que llámame crío, pero prefiero sacarle le lengua a meterla en paladar.
Aunque el apocamiento no forma parte de la secuencia histórica del ADN católico, ahora se ha entreverado la flojera, disfrazada de prudencia, en el gen del seglar, lo que aprovecha el que tiene carné de laico tosco para embestir soezmente y el que lo tiene de laico listo para dañar a los fieles afablemente, sabedor de que cien pellizcos de monja equivalen a un cardenal.
Puesto que la agresión continua tiene como objeto propiciar el retorno de los cristianos a las catacumbas, callar es colaborar con quien te cava la fosa. Cualquier manual de combate aclara que la réplica sistemática a un ataque sistemático debilita más al que agrede que al que defiende, lo que obliga al cristiano a cambiar de táctica para evitar que a instancia de los que reinan sobre la tierra la misa de once se celebre de nuevo en el subsuelo.
La estrategia de defensa, además de efectos prácticos, los tiene terapéuticos, ya que evita que entre los creyentes cunda el resentimiento, que el hábitat de la mala sangre. Como quiera que la paciencia, cuando se agota, limita al norte, espacio del hemisferio cerebral, con la ira, y al sur, que es zona pasional, con la patada en el bajo vientre, es preciso impedir que rebose el vaso para evitar tan mal trago.
De ahí el valor de hacer frente al laicismo con sus propias armas. Para transitar entre gente tan ducha en el idioma de la afrenta es mejor llevar los incisivos en posición de combate semántico que apretar los dientes sin decir palabra. Al igual que a quien no entiende otro lenguaje que el del dinero hay que hablarle en plata, al que jura en arameo hay que demostrarle que, aunque sólo sea por tradición, nadie supera a un católico en eso de saber latín. 

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