Hay dos pares de cosas que un hombre sensato no debe hacer
nunca: alistarse en la legión vestido de tuno (“mi coronel, quisiera cantarle
clavelitos”), pedirle al estrangulador de Boston que le elija la corbata (“la
verde te sienta de muerte”), jugar al billar con la protagonista de Carrie
(“por lo menos, utiliza el taco”) y, si es católico, mirar para otra parte
cuando quieren sacarle los ojos.
Cada vez que en mi presencia alguien hace a viva voz sus
necesidades en mis creencias, suelto el vientre retórico en las inmediaciones
del ateismo agresivo. Sé que convertir la boca en intestino grueso es jugar
sucio, pero qué le vamos a hacer, me he criado en la calle, donde las navajas
tienen más futuro que los floretes. Tengo claro que decirle educadamente al blasfemo
de guardia que hiere mi sensibilidad es invitarle a que encadene contra el
cielo adjetivos de dos rombos en horario infantil. Así que llámame crío, pero
prefiero sacarle le lengua a meterla en paladar.
Aunque el apocamiento no forma parte de la secuencia
histórica del ADN católico, ahora se ha entreverado la flojera, disfrazada de
prudencia, en el gen del seglar, lo que aprovecha el que tiene carné de laico
tosco para embestir soezmente y el que lo tiene de laico listo para dañar a los
fieles afablemente, sabedor de que cien pellizcos de monja
equivalen a un cardenal.
Puesto que la agresión continua tiene como objeto propiciar
el retorno de los cristianos a las catacumbas, callar es colaborar con quien te
cava la fosa.
Cualquier manual de combate aclara que la réplica sistemática
a un ataque sistemático debilita más al que agrede que al que defiende, lo que
obliga al cristiano a cambiar de táctica para evitar que a instancia de los que reinan sobre la tierra la misa de
once se celebre de nuevo en el subsuelo.
La estrategia de defensa, además de efectos prácticos, los
tiene terapéuticos, ya que evita que entre los creyentes cunda el
resentimiento, que el hábitat de la mala sangre. Como quiera que la paciencia,
cuando se agota, limita al norte, espacio del hemisferio cerebral, con la ira,
y al sur, que es zona pasional, con la patada en el bajo vientre, es preciso
impedir que rebose el vaso para evitar tan mal trago.
De ahí el valor de hacer frente al laicismo con sus propias
armas. Para transitar entre gente tan ducha en el idioma de la afrenta es mejor
llevar los incisivos en posición de combate semántico que apretar los dientes sin decir palabra. Al igual que a quien no entiende otro lenguaje que el del dinero hay que hablarle
en plata, al que jura en arameo hay que demostrarle que, aunque sólo sea por tradición, nadie supera a un católico en eso de saber latín.
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