Bach y Bosé

No es lo mismo tener como músico de cabecera a Bach que a Bosé. Entre el concierto de Brandeburgo y uno del hijo de Dominguín media la misma distancia que entre un instrumento de viento y Linda besos de aire puro. Por no hablar de la existente entre La Pasión según San Mateo, inspirada en el todopoderoso, y  Super Superman. En el ámbito del pentagrama no es lo mismo tener querencia por el virtuoso de la viola de gamba que por un artista que no le llega a la altura del bigote a El Cigala ni, en cuestión de cante, se le sube a las barbas a Camarón.
Para que no se lo lleve la corriente, Bosé, que es un tipo solidario, capaz de abanderar bellas causas, tiene sin embargo la fea costumbre de nadar siempre a favor de ella, que aquí, gobierne quien gobierne, consiste en posar de progresista. O sea, en poner a caldo a la derecha y, aunque sea de pasada, en relacionar al catolicismo con la intransigencia, a la cruz con el mazo.
Bosé dijo no hace mucho que este país es intolerante desde los tiempos de Isabel la Católica. Antes, al parecer, era un dechado armónico de diálogos contrapuestos. En la España de las tres culturas Constanza amasaba, Lucía cernía y la más pequeña, agua les traía. Es decir, moros, judíos y cristianos estaban a partir un piñón, hacían piña, se llevaban de cinemascope. La realidad es otra. El artista podía haber situado el punto de partida  de la intolerancia en Escipión el Africano, pero entonces le habrían tachado de racista los que no saben historia.